'Arcane' y la soledad del superlativo
Cuando se abrió el séptimo sello, hubo durante media hora un gran silencio en el cielo.
Arcane, la afamada serie de animación producida por el estudio francés Fortiche Production y basada en el increíblemente popular juego League of Legends, desarrollado a su vez por la compañía norteamericana Riot Games, concluyó su andadura con la última tanda de tres episodios de su segunda temporada el pasado sábado 23 de noviembre. Con ella se ha ido una de las mejores, tal vez incluso la mejor, serie de animación europea que se ha hecho jamás. Como mínimo, la más cara, y ya sabemos que, en determinados círculos, ambos adjetivos se usan como sinónimos. No pienso entrar en detalles al respecto; en cualquier otra publicación, online o no, podréis encontrar todos los que deseéis sobre la conclusión de las diferentes historias de Vi, Jinx, Caitlyn, Jayce, Viktor, y todos los demás personajes que a estas alturas conocemos como si fuesen miembros de nuestra familia, y si dichas conclusiones resultan satisfactorias o no. A título personal puedo decir que me encuentro emocionalmente exhausto. La ficción de calidad es capaz de hacer que individuos que no existen, no han existido y no existirán jamás se sientan como individuos de carne y hueso, y tanto sus devaneos con la muerte como sus despedidas definitivas (o pseudo-definitivas; al fin y al cabo habitamos el estrato cultural del No One's Ever Really Gone) de la pequeña o de la gran pantalla son capaces de sentirse en ocasiones como la despedida de un amigo muy querido y cercano. Es precisamente este aturdimiento emocional el que me ha hecho reflexionar. A la hora de concluir la serie, y pensar en qué clase de aproximación crítica podría adoptar para un artículo en esta publicación acerca de la misma, me ha llevado a desarrollar una breve reflexión sobre cómo he afrontado el análisis cultural de obras similares en el pasado. Tras darle muchas vueltas, he llegado a una incómoda conclusión. El problema de la verdadera calidad es que realmente no se puede analizar. Existe en un vacío, existe por sí sola, no se tiene que justificar, no se tiene que explicar y crece en nuestro interior como si fuese una zarza sin ninguna clase de abono o fertilizante que la espolee. “Oh, es muy bueno”; cuando algo es bueno, no se puede decir del mismo nada más. ¿Por qué es bueno? Mmm, veamos… porque… ¿provoca el efecto deseado? (¿Cómo puedes saber cuál era el efecto deseado?) ¿Porque se ajusta a un canon académico? (¿Qué parte del canon académico incluye adaptaciones de videojuegos?) ¿Porque es… estéticamente agradable? (¿Cómo defines “estéticamente agradable”?) En otras obras, fallidas, interesantes, mediocres, puedo examinar, puedo hablar, discutir, racionalizar las decisiones estéticas o artísticas que han tenido lugar para darnos una obra así. En cambio, cuando te enfrentas a la excelencia, no existe ninguna palabra que se pueda utilizar; se yergue sola, como una resplandeciente figura encapuchada en un paisaje satánico poblado de caleidoscópicos fractales cacotópicos. Su mera existencia es todo lo que hace falta decir. Resulta irónico decirlo, pero es mucho más interesante hablar sobre obras fallidas aunque interesantes, o incluso sobre catástrofes sin paliativos, antes que enfrentarse al superlativo; en otras ocasiones he analizado obras desde ópticas políticas, desde ópticas puramente estéticas, hasta religiosas; he intentado sobreanalizar, racionalizar, pensar en sus defectos; pero todo eso cae por su propio peso cuando nos enfrentamos a la brillantez. Su luz nos ciega; nos ciega incluso a errores que otras personas, con una visión diferente, serían capaces de captar. Incluso nuestro vocabulario relacionado con la excelencia está increíblemente limitado. Sólo existen alrededor de media docena de palabras de uso corriente para describir la competencia máxima. En cambio, en todo el espectro que va entre lo patético y lo sublime, existen decenas de palabras, decenas de sutilidades, decenas de matices que podemos añadir para crear un símil de la experiencia vivida. Mientras tanto, la brillantez existe en su propio reino, de una manera casi inhumana, alienígena, alejada de nosotros. Es casi como si formara parte de una dimensión completamente ajena a la nuestra. Anti-humana, anti-vida. Un mundo falible e imperfecto como el nuestro no puede concebir la perfección pura, y por lo tanto, cuando nos encontramos con ella, las palabras, nuestra mayor creación nos fallan. Tan solo la podemos señalar y reconocer su existencia con un leve asentimiento de cabeza. Como diciendo, “Existes. Reconozco tu existencia tal y como yo reconozco la mía propia”. No se puede hacer nada más. Uno de los axiomas filosóficos más famosos de la historia fue escrito por el filósofo del lenguaje Ludwig Wittgenstein en su obra Tractatus Logico-Philosophicus: “De lo que uno no puede hablar, debe callar.” El encuentro con la belleza pura es igual. Todo lo que nos queda es el silencio.